martes, 8 de diciembre de 2009

Fue más o menos entre el 2017 y el 2019 cuando podías considerarlo algo realmente fashion, una de esas submodas que solo valen para complementos y detallitos. Tomárselo demasiado a pecho y convertirlo en “tu estilo” te convertía directamente en un hortera, como si estuvieses intentando demostrar algo. No, no, tenía que ser muy sutil para molar de verdad. La moda de tener antepasados nazis se te tenía que notar como por accidente, sin quererlo.
Empezó con algunos artistas multimedia alemanes que, hartos de sentir apuro por su ascendencia, decidieron simplemente aceptarlo y hablar de ello con total naturalidad, incluso contando anécdotas en plan frívolo. Eso les dotaba de una especie de superioridad irónica posmoderna que los hacía más valiosos entre los círculos artístico-intelectuales.
Tal fue así que de repente “salieron del armario” cientos de ellos procedentes de Alemania y Sudamérica, y después de que una importante revista de tendencias polaca se hiciese eco pareció que todo el mundo en el ámbito creativo tenía alguna relación sanguínea con el nazismo (o, en su defecto, con el fascismo, el franquismo… que ya se consideraban sub-submodas).
Detalles como una medalla, un mechero, un pasador de pelo, unos guantes, el color del pelo, de los ojos… incluso la forma de andar, de saludarse… si eran algo realmente heredado, sin trucos, te podían convertir en alguien guay.
Con el tiempo, claro, pasó de ser una actitud real a convertirse en algo forzado, inverosímil, más fijado en la apariencia que en lo auténtico, cogiendo fuerza en los círculos alternativos en los que ya ni siquiera importaba el significado de nada.
Ya en la década de los 20 perdió definitivamente la gracia, cuando empresas multinacionales empezaron a comercializarlo en sus líneas de “moda rebelde” para público adolescente.

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